Para ti, que compartes conmigo este trayecto.

jueves, 4 de agosto de 2011

Mi cita de los miércoles.


Foto: Mark Tapley





Para Ofelia, Susana, Aurora, Raúl, Daniel y Porfirio.
Don Raúl es un hombre alto, de sonrisa franca, camina erguido y confiado. No es casual que sus compañeros lo observen con respeto y lo traten con admiración y recelo. Le gusta pasar las tardes en la terraza, sentado en la mecedora, pelando naranjas con su navaja mientras tararea canciones que sólo él conoce. Sus hijos le prometieron que en cuanto acondicionaran un lugar, regresarían por él. Han pasado casi diez años.


Doña Ofe es muy bonita. Su piel blanca contrasta con el azul de sus ojos. Cuida mucho su apariencia. No importa si se agudiza su enfermedad y debe permanecer en cama, ella siempre está peinada y perfumada. Todas las mañanas, al despertar, cuenta con calma y cuidado, los frascos de perfume que tiene acomodados por tamaño en su buró. Uno por uno los limpia, los abre para olerlos y muy sonriente, los vuelve a poner en su lugar. Le gustan los espejos y se mira en ellos con gran alegría, como si el tiempo no pasara, como si viera reflejado un recuerdo, una imagen congelada. Tiene 90 años.

Aurora es refunfuñona, con voz ronca, grandes lentes y cara regordeta. Presume de cocinar los mejores tamales norteños y de ser una gran jugadora de póker. No pasa un día que no discuta con Mireya, la enfermera, a quien acusa de no tener la comida a tiempo, de perder las fichas del Bingo, de esculcarle sus cajones -Ora verás, Mireya, le voy a hablar a la policía-. Pelea con su vecino de cuarto y lo amaneza diciendo que no le dará el gusto de suicidarse. Es una buena persona; la falta de cariño la hace ser respondona y agresiva. Se calma cuando escribe, cuando manda cartas a parientes 'imaginarios' y, sorpresivamente, es la que más me extraña cuando me tardo días en aparecer.

La Srita. Susana es una mujer culta, que en sus ratos de buen ánimo y lucidez, recita poemas de García Lorca y canta canciones de María Grever. Le molesta la luz que de pronto ilumina su ventana, pero no deja de mirar a lontananza.  Sus nietos la visitan esporádicamente; cada vez que lo hacen, llegan cargados de regalos. No es raro que a la hora de la limpieza, Doña Licha encuentre chocolates dentro de los floreros, caramelos en las macetas o un par de aretes entre las ollas de la cocina. Ya sabe que son los ‘tesoros’ de Susy. Ella vive en su mundo; no hay conciencia de días, ni de calendario, ni de relojes. Es dueña de su tiempo. Tiene principios de Alzheimer.

Don Daniel tiene la bondad en el alma y una sonrisa perenne. Nadie podría imaginar que las grietas de su rostro guardan tantas penas, tanto esfuerzo y caminos recorridos. Lleva el trabajo labrado en sus manos. No hay rendija por la que se le cuele la fatiga; parece que nació para moverse, para ayudar; es dispuesto y servicial, -yo para todo me alquilo-, dice con tono sincero. Si se necesita arreglar algo, Don Daniel, que hay que pintar un pasillo, Don Daniel, que si alguien sabe cómo se instala la nueva manguera, pregúntele a Don Daniel. Usa sombrero y botas, no importa el clima ni la época del año. Cada encuentro, me pide que le lleve cigarros a escondidas, que ha encontrado un buen método para no dejar rastros de olor. Y hasta ahí me quedo, no les puedo contar más porque es nuestro secreto.

Por último, Don Porfirio (mi consentido, he de confesar). Es un eterno enamorado, detallista, curioso, muy gentil. Tiene una gran capacidad narrativa. Es fascinante escucharlo contar todas las peripecias que tuvo que sortear para cruzar la frontera, los años que trabajó en la ‘pisca’ de algodón, y  cómo se robó a su novia en un pequeño pueblo de Zacatecas. Cada uno de sus relatos lo viste de gran pundonor, incluso los más insignificantes. Es un conversador delicioso. Hay tardes en que no hablo, sólo me dedico a escucharlo. Le gusta mostrarme sus viejas fotografías y su colección de diccionarios; es un amante de las palabras. Con tristeza me doy cuenta que, a una gran velocidad, está perdiendo la vista.

Con ellos me reúno cada miércoles para leer y escribir; éste es nuestro día pactado. A veces, nuestras citas son muy temprano, conforme se van despertando o en la tarde-noche, antes de la merienda. Sin embargo, procuro darme unas escapadas durante la semana. Hemos tejido un lazo muy entrañable, de mucho afecto. Somos familia.

Llegué a la residencia para 'abuelitos' hace casi dos años por una nota en el periódico. El articulo explicaba el trabajo que se realiza en los asilos, la forma y las acciones que se requieren para operar y mantenerse, y me llamó la atención que muchos de estos lugares sobreviven, además de por donativos y patrocinios, gracias al trabajo y esmero de un grupo importante de voluntarios. Me interesó participar.

El asilo que me asignaron después de una entrevista, acababa de recibir, como cosa del destino, una donación de libros para formar una pequeña biblioteca. Sugerí a la directora aprovechar esa circunstancia para desarrollar un programa de actividades en torno a la lectura. Así comenzó la aventura. De cuentos y novelas cortas, a poesía, ciencia ficción, temas históricos, suspenso, religión y hasta cocina. La dinámica era grupal; en un cómodo salón nos turnábamos para leer, hacíamos pausas para comentar y cerrábamos con ejercicios de memoria y una reflexión final.

Los primeros meses fue todo un reto lograr su participación; animarlos a verbalizar se convirtió en una tarea titánica. Aprendí lo importante que es considerar la hora del día, las actividades previas, los medicamentos y estados de ánimo, para escoger el libro correcto, la página exacta; buscar la entonación adecuada para despertar el misterio y mantener el interés y, sobre todo, reconocer el momento indicado para dar por terminada la sesión.

En contraparte, resultó muy emocionante reafirmar cómo las palabras sugieren caminos y travesías, cómo modifican la realidad y nos regalan grandes revelaciones en pequeños actos cotidianos. Me daba la impresión, de que a través de la lectura, mis ‘abuelitos’ trataban de recuperar años, imágenes, vivencias, pero que no sabían por donde comenzar. Una suerte de conjuro donde en cada historia, en cada protagonista, se recuperaran un poco, si es que acaso se puede, del abandono repentino, del olvido a cuentagotas, de  promesas incumplidas.

Fue muy importante entender que la manera en que buscan alargar sus días, es a través del vínculo con sus recuerdos. Que la experiencia de leer y de escribir, va más allá de un pasatiempo; adquiere una categoría vital, mezcla de regocijo y santuario.

Poco a poco hemos cambiado el formato y el manejo de los tiempos.  Ahora las sesiones de lectura son individuales -evidentemente por cuestiones de edad y por la progresión de las respectivas enfermedades-; decidimos enriquecer las dinámicas e incorporar el género epistolar. Escribímos y leemos cartas y se ha creado un vínculo de confianza invaluable. 

De pronto te conviertes en testigo y puente de amores, en espía y cómplice de circunstancias. Entiendes lo sagrado de una confesión. Puedes oler los años y las emociones en sus letras, las ganas que se guardan y contienen al cerrar el sobre. Participar en el ritual.

Hoy no me reconoció la Srita. Susana; Aurora escribió una carta hermosa para su hijo 'imaginario' y Don Porfirio batalló mucho para leer. Sus ojos ya no responden.  Sentí tristeza, sentí coraje y sentí mucha frustración. Tuve que salir a tomar aire y, mientras caminaba, imaginé todos esos laberintos que llevamos dentro y cómo, cada quién, con nuestras formas y recursos buscamos, incesantemente, la salida.

Cuántas lecciones ponen a prueba nuestra fortaleza. Quizá, sin notarlo, armar tantos pedacitos de nostalgia también fractura. Las ausencias son injustas porque no se eligen, porque son inciertas. Pero sé que mis ‘abuelitos’ no están preparándose para partir. En realidad, están aprendiendo a vivir.

A.

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