Para ti, que compartes conmigo este trayecto.

sábado, 27 de agosto de 2011

Las líneas de la mano. Julio Cortázar.



Andábamos sin buscarnos, pero sabiendo que andábamos para encontrarnos. 


De una carta tirada sobre la mesa sale una línea que corre por la plancha de pino y baja por una pata. Basta mirar bien para descubrir que la línea continúa por el piso de parqué, remonta el muro, entra en una lámina que reproduce un cuadro de Boucher, dibuja la espalda de una mujer reclinada en un diván y por fin escapa de la habitación por el techo y desciende en la cadena del pararrayos hasta la calle. Ahí es difícil seguirla a causa del tránsito, pero con atención se la verá subir por la rueda del autobús estacionado en la esquina y que lleva al puerto. Allí baja por la media de nilón cristal de la pasajera más rubia, entra en el territorio hostil de las aduanas, rampa y repta y zigzaguea hasta el muelle mayor y allí (pero es difícil verla, sólo las ratas la siguen para trepar a bordo) sube al barco de turbinas sonoras, corre por las planchas de la cubierta de primera clase, salva con dificultad la escotilla mayor y en una cabina, donde un hombre triste bebe coñac y escucha la sirena de partida, remonta por la costura del pantalón, por el chaleco de punto, se desliza hasta el codo y con un último esfuerzo se guarece en la palma de la mano derecha, que en este instante empieza a cerrarse sobra la culata de una pistola.


Julio Cortázar, Historias de cronopios y de famas, 1962.

lunes, 8 de agosto de 2011

Patria es el lugar donde me esperas.

Raúl Garduño (1945-1980)
Para Daniel.


Tus ojos tienen el color del árbol,

la honda cicatriz de la tristeza,

la huella profunda del profundo barco;

pero muerte también, también estrella

agotada en el fiel sentimiento.



Si tienes alas, palabra,

no salgas a la calle

donde el viento es una rama tísica.



Sal a mi corazón

y construye un hondo cementerio

y entierra para siempre la soledad. 


Raúl Garduño, Advenimiento de la palabra (fragmento)

jueves, 4 de agosto de 2011

Mi cita de los miércoles.


Foto: Mark Tapley





Para Ofelia, Susana, Aurora, Raúl, Daniel y Porfirio.
Don Raúl es un hombre alto, de sonrisa franca, camina erguido y confiado. No es casual que sus compañeros lo observen con respeto y lo traten con admiración y recelo. Le gusta pasar las tardes en la terraza, sentado en la mecedora, pelando naranjas con su navaja mientras tararea canciones que sólo él conoce. Sus hijos le prometieron que en cuanto acondicionaran un lugar, regresarían por él. Han pasado casi diez años.


Doña Ofe es muy bonita. Su piel blanca contrasta con el azul de sus ojos. Cuida mucho su apariencia. No importa si se agudiza su enfermedad y debe permanecer en cama, ella siempre está peinada y perfumada. Todas las mañanas, al despertar, cuenta con calma y cuidado, los frascos de perfume que tiene acomodados por tamaño en su buró. Uno por uno los limpia, los abre para olerlos y muy sonriente, los vuelve a poner en su lugar. Le gustan los espejos y se mira en ellos con gran alegría, como si el tiempo no pasara, como si viera reflejado un recuerdo, una imagen congelada. Tiene 90 años.

Aurora es refunfuñona, con voz ronca, grandes lentes y cara regordeta. Presume de cocinar los mejores tamales norteños y de ser una gran jugadora de póker. No pasa un día que no discuta con Mireya, la enfermera, a quien acusa de no tener la comida a tiempo, de perder las fichas del Bingo, de esculcarle sus cajones -Ora verás, Mireya, le voy a hablar a la policía-. Pelea con su vecino de cuarto y lo amaneza diciendo que no le dará el gusto de suicidarse. Es una buena persona; la falta de cariño la hace ser respondona y agresiva. Se calma cuando escribe, cuando manda cartas a parientes 'imaginarios' y, sorpresivamente, es la que más me extraña cuando me tardo días en aparecer.

La Srita. Susana es una mujer culta, que en sus ratos de buen ánimo y lucidez, recita poemas de García Lorca y canta canciones de María Grever. Le molesta la luz que de pronto ilumina su ventana, pero no deja de mirar a lontananza.  Sus nietos la visitan esporádicamente; cada vez que lo hacen, llegan cargados de regalos. No es raro que a la hora de la limpieza, Doña Licha encuentre chocolates dentro de los floreros, caramelos en las macetas o un par de aretes entre las ollas de la cocina. Ya sabe que son los ‘tesoros’ de Susy. Ella vive en su mundo; no hay conciencia de días, ni de calendario, ni de relojes. Es dueña de su tiempo. Tiene principios de Alzheimer.

Don Daniel tiene la bondad en el alma y una sonrisa perenne. Nadie podría imaginar que las grietas de su rostro guardan tantas penas, tanto esfuerzo y caminos recorridos. Lleva el trabajo labrado en sus manos. No hay rendija por la que se le cuele la fatiga; parece que nació para moverse, para ayudar; es dispuesto y servicial, -yo para todo me alquilo-, dice con tono sincero. Si se necesita arreglar algo, Don Daniel, que hay que pintar un pasillo, Don Daniel, que si alguien sabe cómo se instala la nueva manguera, pregúntele a Don Daniel. Usa sombrero y botas, no importa el clima ni la época del año. Cada encuentro, me pide que le lleve cigarros a escondidas, que ha encontrado un buen método para no dejar rastros de olor. Y hasta ahí me quedo, no les puedo contar más porque es nuestro secreto.

Por último, Don Porfirio (mi consentido, he de confesar). Es un eterno enamorado, detallista, curioso, muy gentil. Tiene una gran capacidad narrativa. Es fascinante escucharlo contar todas las peripecias que tuvo que sortear para cruzar la frontera, los años que trabajó en la ‘pisca’ de algodón, y  cómo se robó a su novia en un pequeño pueblo de Zacatecas. Cada uno de sus relatos lo viste de gran pundonor, incluso los más insignificantes. Es un conversador delicioso. Hay tardes en que no hablo, sólo me dedico a escucharlo. Le gusta mostrarme sus viejas fotografías y su colección de diccionarios; es un amante de las palabras. Con tristeza me doy cuenta que, a una gran velocidad, está perdiendo la vista.

Con ellos me reúno cada miércoles para leer y escribir; éste es nuestro día pactado. A veces, nuestras citas son muy temprano, conforme se van despertando o en la tarde-noche, antes de la merienda. Sin embargo, procuro darme unas escapadas durante la semana. Hemos tejido un lazo muy entrañable, de mucho afecto. Somos familia.

Llegué a la residencia para 'abuelitos' hace casi dos años por una nota en el periódico. El articulo explicaba el trabajo que se realiza en los asilos, la forma y las acciones que se requieren para operar y mantenerse, y me llamó la atención que muchos de estos lugares sobreviven, además de por donativos y patrocinios, gracias al trabajo y esmero de un grupo importante de voluntarios. Me interesó participar.

El asilo que me asignaron después de una entrevista, acababa de recibir, como cosa del destino, una donación de libros para formar una pequeña biblioteca. Sugerí a la directora aprovechar esa circunstancia para desarrollar un programa de actividades en torno a la lectura. Así comenzó la aventura. De cuentos y novelas cortas, a poesía, ciencia ficción, temas históricos, suspenso, religión y hasta cocina. La dinámica era grupal; en un cómodo salón nos turnábamos para leer, hacíamos pausas para comentar y cerrábamos con ejercicios de memoria y una reflexión final.

Los primeros meses fue todo un reto lograr su participación; animarlos a verbalizar se convirtió en una tarea titánica. Aprendí lo importante que es considerar la hora del día, las actividades previas, los medicamentos y estados de ánimo, para escoger el libro correcto, la página exacta; buscar la entonación adecuada para despertar el misterio y mantener el interés y, sobre todo, reconocer el momento indicado para dar por terminada la sesión.

En contraparte, resultó muy emocionante reafirmar cómo las palabras sugieren caminos y travesías, cómo modifican la realidad y nos regalan grandes revelaciones en pequeños actos cotidianos. Me daba la impresión, de que a través de la lectura, mis ‘abuelitos’ trataban de recuperar años, imágenes, vivencias, pero que no sabían por donde comenzar. Una suerte de conjuro donde en cada historia, en cada protagonista, se recuperaran un poco, si es que acaso se puede, del abandono repentino, del olvido a cuentagotas, de  promesas incumplidas.

Fue muy importante entender que la manera en que buscan alargar sus días, es a través del vínculo con sus recuerdos. Que la experiencia de leer y de escribir, va más allá de un pasatiempo; adquiere una categoría vital, mezcla de regocijo y santuario.

Poco a poco hemos cambiado el formato y el manejo de los tiempos.  Ahora las sesiones de lectura son individuales -evidentemente por cuestiones de edad y por la progresión de las respectivas enfermedades-; decidimos enriquecer las dinámicas e incorporar el género epistolar. Escribímos y leemos cartas y se ha creado un vínculo de confianza invaluable. 

De pronto te conviertes en testigo y puente de amores, en espía y cómplice de circunstancias. Entiendes lo sagrado de una confesión. Puedes oler los años y las emociones en sus letras, las ganas que se guardan y contienen al cerrar el sobre. Participar en el ritual.

Hoy no me reconoció la Srita. Susana; Aurora escribió una carta hermosa para su hijo 'imaginario' y Don Porfirio batalló mucho para leer. Sus ojos ya no responden.  Sentí tristeza, sentí coraje y sentí mucha frustración. Tuve que salir a tomar aire y, mientras caminaba, imaginé todos esos laberintos que llevamos dentro y cómo, cada quién, con nuestras formas y recursos buscamos, incesantemente, la salida.

Cuántas lecciones ponen a prueba nuestra fortaleza. Quizá, sin notarlo, armar tantos pedacitos de nostalgia también fractura. Las ausencias son injustas porque no se eligen, porque son inciertas. Pero sé que mis ‘abuelitos’ no están preparándose para partir. En realidad, están aprendiendo a vivir.

A.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Dos palabras.



Foto: Springtree Road

Porque hoy llegó la respuesta.
Uno siempre responde con su vida entera a las preguntas más importantes. 
No importa lo que diga, no importa con qué palabras y con qué argumentos trate de defenderse. 
Al final, al final de todo, uno responde a todas las preguntas con los hechos de su vida: a las preguntas que el mundo le ha hecho una y otra vez.

¿Quién eres?
¿Qué has querido de verdad?
¿Qué has sabido de verdad?
¿A qué has sido fiel o infiel?
¿Con qué y con quién te has comportado con valentía o con cobardía? 


Uno responde como puede, diciendo la verdad o mintiendo: eso no importa. 
Lo que sí importa es que uno al final responde con su vida entera.


El último encuentro (fragmento)Sándor Márai. 

lunes, 1 de agosto de 2011

Eso que llaman amor para vivir, Eliseo Alberto.


10 de septiembre, 1951-31 de julio, 2011.
Honrar, honra.

José Martí

Para Ale
Hoy quisiera escribir sin la emoción que siempre provoca la gratitud para así (lúcido, objetivo, honrado en la martiana interpretación de la palabra) poderles contar una historia que me tocó vivir a lo largo y hondo de treinta horas de fe, mil ochocientos minutos de esperanzas, ciento ocho mil segundos de caridad. Todo empezó, sin que yo lo supiera entonces, en el mes de octubre de un 2004 insoportablemente aciago, cuando un niño de tres años de edad llamado Ale Alverde Castro renació poco antes de su entierro en otros seis inocentes. Luis y Adriana, sus padres, de seguro tuvieron que hacer acopio de amor y de coraje al momento de enfrentar una encrucijada en la que jamás habían pensado porque hay preguntas demasiado tristes que uno prefiere no cuestionarse por justo miedo a su respuesta. Seguros de la justicia del Dios en quien creían y de la entereza profesional de los doctores que habían luchado por salvar al pequeño, aunque nunca resignados a su prematura ausencia, los devastados miembros de la familia Alverde-Castro, todos, aceptaron donar los órganos de Ale sin otro consuelo que el de hacer bien a un semejante.
Hoy, que he vivido una experiencia singularísima, desde el lado también angustioso de uno de los 7 mil 776 enfermos de insuficiencia renal crónica que esperamos en México por la generosidad de una donación, por cortesía viva o cadavérica, puedo imaginar aquella intensa batalla contra reloj, la movilización de seis equipos de cirujanos, anestesistas, laboratoristas, especialistas, enfermeras, trabajadoras sociales, camilleros, pacientes compatibles, familiares y ángeles de la guarda de unos quince candidatos, entregados a la urgente tarea de ganarle, si no la guerra, una batalla a La Muerte, esa Señora tan astuta que, de mil personas que se lleva con Ella, sólo una se le revira y cede sus órganos con nobleza extrema. La balanza de las apuestas no baja de millar a uno, y así resulta muy difícil derrotarla. Y aquel octubre aciago la vida ganó, gracias a Ale. Pocos meses después, en Los Mochis, Sinaloa, se fundaba la Asociación ALE, organización social sin fines de lucro que desde su origen hasta el sol de este jueves de julio ha apoyado el trasplante, ya felizmente realizado, de unos quinientos pacientes —trescientos de ellos con insuficiencia renal crónica, tercera causa de muerte en hospitales de México, según datos públicos del Centro Nacional de Trasplantes. A otros tantos, Ale no nos permite perder una ilusión que, sin el apoyo de la Seguridad Social y otros grupos filantrópicos de real y venerada misericordia, sería con suerte un bonito delirio por no decir una última quimera: el desesperado sueño de seguir vivos.
Yo sé bien lo que les digo: es “eso que llaman amor para vivir”, como cantó Pablo Milanés. Les cuento. El sábado pasado, a la noche, recibí una llamada telefónica de alarma y el domingo, en ayunas, un segundo y tercer timbrazo me advirtió que la hora había llegado, después de tres años de espera. Debía presentarme de urgencia en el Hospital General de México con todos los documentos en regla —más la totalidad de mis fantasías a la mano, pues soy de los tercos que aún creen que sólo la poesía explica los milagros. Una familia bondadosa había aceptado donar los órganos de un pariente en situación terminal, y yo era uno de los siete u ocho candidatos a recibir alguno de sus dos riñones.
Poco a poco, uno a uno, fuimos llegando y rápido nos empezamos a conocer de otra manera, a pecho abierto, pues en situaciones extremas no hay derecho a la envidia o la rivalidad —menos a la codicia. Cada cual veníamos acompañado por un familiar sonriente, solícito e incansable, y cargábamos con algún talismán para la suerte, oculto a buen resguardo en la camisa o la blusa. Como nunca olvido que soy padre, habanero y supersticioso, yo me apreté el pantalón con un cinto de mi difunto padre (recurso reservado para momentos especiales) y llevé un retrato tamaño pasaporte de mi hija María José en el bolsillo superior izquierdo de la guayabera, el más cercano al corazón. Ella y su madre, María del Carmen, se ocuparon del obligatorio papeleo administrativo y yo me quedé observando desde un rincón los diligentes desplazamientos de una tropa de médicos, técnicos y enfermeras que iban y venían por un hospital tan extenso que, además de doctores en medicina, los obliga a ser también maratonistas.
Yo los vi. Revoloteaban. El doctor Héctor Diliz, cirujano jefe de la Unidad de Trasplantes, estaba al tanto de los más mínimos detalles, desde aprobar las camas donde habrían de internarnos hasta buscar en los almacenes las batas reglamentarias para entrar en quirófano. Al mediodía nos vimos un par de veces, desde lejos, porque él actuaba en muchas partes al mismo tiempo, multiplicado, y de cada rincón del Hospital General regresaba con un problema menos, con una solución más. Al aparecer y desaparecer, corriendo de un lado a otro, me sentí tranquilo por la simple razón de que si el doctor Diliz seguía aquí, allá, ahí, sus pacientes no teníamos nada razonable que temer. Es exigente, minucioso, perfeccionista. Luego vi al doctor Juan José Platas que caminaba sin mirar donde pisaba, atento sobre la marcha a los claroscuros de una placa de abdomen, mientras nos saludaba a todos por nuestros nombres sin mirarnos, como si nos reconociera por los olores de nuestros respectivos sustos. El experto cirujano sudaba. Ahora leía el jeroglífico de un electrocardiograma; después, un cifrado de laboratorio. El doctor respiraba profundo. Platas es de oro.
Y vi a la delgadita Mónica, la enfermera que ama los poemas de Benedetti. Llegó veloz y lista para la pelea (¿lo hizo en patines?), sin importarle un rábano haber tenido que suspender su merecidísimo descanso de fin de semana. Vestía con orgullo su inmaculado uniforme aún húmedo, pues ni tiempo le había dado para plancharlo en casa. Bailaba al colocar los sueros en los ganchos. Bailaba al pincharnos las venas. Mónica bailaba. Vi al doctor Alejandro Luque, joven internista, pendiente de las pruebas finales de compatibilidad sanguínea, como campeón de tenis que juega en varias canchas a la vez y en todas responde los pelotazos de La Muerte disfrazada de traicionera diabetes o de enemiga anemia o de fumadora empedernida. Y vi al doctor Luis García, cirujano, que ese domingo sólo lamentaba perderse sus boletos comprados para asistir a la final del campeonato mundial de futbol; sin embargo, como es hombre que lo sabe casi todo sobre las cosas simples de la vida, que son las realmente hermosas, se atrevió a pronosticar en voz alta que México vencería a Uruguay 2 riñones por 0.
La doctora Alejandra Cicero, cirujana, tiene que ser una muchacha muy bella porque aun en ropa de quirófano se veía luminosa. Estaba tan contenta con el giro que habían dado los acontecimientos que alguien no informado de lo que allí sucedía pudo suponer que ella iba a asistir esa noche a una fiesta de disfraces y no a un salón de operaciones donde habría de decidirse el destino de dos pacientes graves, tras unas cinco o seis horas de combate cuerpo a cuerpo. Sólo he visto esa expresión de alegría en el rostro de la madre de mi hija la tarde que iba a parirla, es decir, la tarde que iba por fin a conocerla. No sé cómo decirlo: Alejandra estaba maternal, radiante. Diosa.
El doctor Héctor Hinojosa, nefrólogo, irrumpió en mangas de camisa deportiva, como jamás lo había visto en su pequeño consultorio donde los pacientes nos sentamos en un cubito de madera, como mascotas amaestradas por el látigo de su inteligencia, y esa mañana me pareció un hombre mucho más joven de lo que suponía cuando lo veía de bata blanca y yo asumía que era un domador de tigres escapado de algún circo ambulante. Eso sí, mostraba en las pupilas su sonrisa de siempre, esa que le ilumina la cara, y no dijo una sola frase que no destilara optimismo ni nos dio un abrazo que no regalase seguridad, convicción y bríos, los tres medicamentos del alma que más necesitábamos. La enfermera Aracely veló por nuestro descanso toda la noche, que fue por demás lluviosa, y lo hizo con tanto esmero que acabó dentro de siete u ocho sueños, saltando de soñador en soñador, participando desde el centro mismo de cada espejismo o pesadilla —y si eran alucinaciones gratas nos dejaba seguir durmiendo, pero si por el contrario nos sofocábamos en desvaríos oníricos, entonces nos despertaba con una pluma de arcángel y nos consolaba hasta que volvíamos a rendirnos en la calma de su tranquilizante mirada de mujer, bendita mexicana.
Por último, apareció el sereno doctor Alejandro Rossano, cirujano, lector obligado de mis novelas, un joven demasiado sabio para su edad que yo he aprendido a admirar sin reservas —tanto que, si por alguna extraña razón le agradezco mi dolencia fatal al Dios en quien todavía creo, es por haber tenido la oportunidad de conocer a un ser humano tan afable como él y considerarme su amigo para siempre, sea tan larga mi vida como él capaz de prorrogarla. Nos saludó a todos de mano. Quería que apretáramos con las nuestras la suya, esa mano que habría de abrirnos y conectarnos en la panza el riñón del que a partir de entonces dependeríamos para que nuestro futuro volviera a igualarse a nuestro pasado, gracias al profesionalismo de esos hombres y mujeres en verdad heroicos que se pasaron más de cincuenta horas sin pegar un ojo, o durmiendo a ratos, torcidos en una incómoda silla de madera, para por fin decidir que aquellos dos órganos tan generosamente donados por alguien que nunca conoceríamos iban a latir ahora, de nueva cuenta, en los cuerpos de dos muy humildes mexicanos que llevaban más tiempo que los demás padeciendo una enfermedad angustiosa si las hay, un sufrimiento que acaba por devorarnos los músculos e intoxicarnos la sangre y dormirnos en un sopor profundo del cual ya no nos salvan ni la ciencia ni los chamanes. “Hola, poeta”, me dijo Rossano con sedante naturalidad. “Hola, hermano” le dije, y le pregunté por sus hijos. No hablamos de catéteres ni de riñones ni de mis libros: hablamos de vikingos. De Erik El Rojo, descubridor de Groenlandia. Su hijo menor se llama Erik. La mano de Rossano es delgada, de dedos finos, pero aprieta fuerte: me dejó paz en la mía.
El martes llamé al doctor Rossano y me confirmó que los dos trasplantes resultaron exitosos: “Ya orinan”, me dijo —y yo pensé, al apagar mi último cigarro, que debía brindar con agua de Jamaica por los que aceptaron, con todo el dolor del mundo, donar los órganos de su ser querido. Y brindar por los que tomarán mañana idéntica decisión, y también por mis adorables médicos y enfermeras (incluyo, por supuesto, a los del Salón de Diálisis del Hospital General y la clínica El Refugio, que me purifican la sangre tres veces por semana); brindar por mis camaradas de infortunio, en particular por los dos pacientes regresados a la normalidad, por los de la Asociación ALE, mis amorosos protectores. Y mientras alzaba la copa, en compañía de María José y de su madre, pensé que hoy Ale tendría unos once años de edad y tal vez le habría gustado leer esta crónica con final feliz que recuerda los relatos de hadas donde todo era posible por obra y magia de esa hechicera nombrada Poesía. Queda prohibido llorar sin aprender, /levantarte un día sin saber qué hacer, /tener miedo a tus recuerdos. /Queda prohibido no sonreír a los problemas, /no luchar por lo que quieres, /abandonarlo todo por miedo, /no convertir en realidad tus sueños. /Queda prohibido no demostrar tu amor. /Queda prohibido dejar a tus amigos. /Queda prohibido olvidar a toda la gente que te quiere, escribió Pablo Neruda.
Queda prohibido no donar.
Por eso se lo dedico a él, a Ale, y con Ale a la familia Alverde-Castro, y con ellos a todos los socios benefactores de las Asociación, en nombre de los quinientos pacientes que le deben la vida, y de los otros cientos que gracias al ejemplo de un niño no hemos perdido la fe en la esperanza ni la esperanza en la caridad. Lo hago por encargo de los más de mil doscientos paisanos a oscuras que recibieron el apoyo necesario para vencer las sombras con la luz en complejas cirugías de cataratas, y así pudieron ver por sí mismos, sin que nadie les contara, lo sucedido en el Hospital General este segundo domingo de julio. El sol, claro, ¿no lo ven?, salió como siempre a la mañana siguiente. Lo dijo el poeta Eliseo Diego, mi padre: La eternidad por fin comienza un lunes.
Cada lunes.
Cualquier lunes.
EA
Columna publicada en el periódico Milenio, 14 de julio 2011.