Hace mucho tiempo que no te escribo, abue. Quizá porque desde que no estás, todo lo que he querido decirte lo he hecho en voz alta, cantando, o en susurros, como contándote un secreto. Pero hoy que es un día especial, quiero recordarte en estas letras y ‘ponerte al día’; como siempre me decías cuando hablábamos largas horas por teléfono, o en esas interminables cartas que nos escribíamos.
Siempre presumo de mi herencia cubana y te echo la culpa de que me guste la rumba, de que no pueda evitar mover los pies al son de la música: No puedes negar a la Caridad del Cobre, recitabas mientras me veías bailar. Y cómo hacerlo, abue, si lo aprendí de ti, si me enseñaste a escuchar los compases y los ritmos, a aplaudir mientras movía los hombros y la cabeza, a sincronizar los pies y a mover con cadencia la cintura.
- Atención con las percusiones, niña.
- ¿Con las qué?
- Con los tambores, caramba. Ahí está el secreto del buen ritmo.
Bien decías que mi padre no se había equivocado al llamarme como tú, y ahora lo entiendo yo también. Conservo, desde que me enseñaste a leer, un inmenso amor y placer por la lectura; siempre cargo un libro porque con un libro nunca te sentirás sola, ¿te acuerdas?
Muchas de mis grandes pasiones se las debo a tu sangre, a tus lecciones, a tantos y tantos momentos compartidos; pero, sobre todo, se las debo a tu ejemplo. No puedo evitar maravillarme cuando miro los botones, sus colores y formas; y apareces en mi mente en esa máquina de coser donde convertías un retazo de tela en un 'vestidito', un encaje en una capa, y así nos bordabas sueños y personajes imaginarios.
Lo mismo me sucede con los timbres y las monedas. Contigo descubrí el significado de coleccionar, reunir y cuidar con esmero pequeños objetos. Yo cambié los botones por las canicas, los timbres por postales y las monedas por piedras.
Ya no sé tejer tan bien como me enseñaste, pero tengo tu sazón.
He olvidado las lecciones de piano, pero soy entonada y canto todas las noches antes de dormir.
Tengo años de no ir a la iglesia pero soy voluntaria en un asilo. Voy a leerle a los “abuelitos” dos veces por semana [a ti te encantaría ese lugar].
No me arreglo tanto como tú, pero me pinto los labios aunque me esté llevando la tristeza.
No cuido violetas pero sí un bambú.
Ah, pero eso sí, volví a La Habana, como te lo prometí. Y me senté en el malecón a comer helado y escuché tus palabras, claritas, como me las dijiste años atrás cuando fuimos juntas:
Aprende a observar el mar, a escucharlo. Busca estar cerca del agua. Encontrarás refugio y respuestas. Te lo dice la hija de una isla. Tú tienes la cabeza en el cielo y echarás raíces en tu corazón. Pero los pies, mi’jita, los tienes en el agua.
Son las palabras más sabias que me han dicho, abue. Y no las olvido. Como tampoco te olvido a ti.
Posdata: una última confesión. Cuando regreso al Palacio de Bellas Artes, de vez en vez, me escapo al Sanborn’s de Los Azulejos y pido una malteada de chocolate. Nada más por el puro gusto de recordar los días en que íbamos juntas después de los conciertos. ¿Ves?